Editorial Las leyes, la ley |
En
el alba del nuevo milenio, ese flamante lugar común, a los argentinos
nos atarea la meditación acerca de la juricidad: en un ambiente
cargado de violencia social –a la que curiosamente se ha dado en
denominar inseguridad- las leyes acerca de lo laboral han sido pretexto
para el debate de las ideas (palo más, palo menos) que se resumió
a la mínima expresión de contraponer leyes de mercado a
cualquier otra lógica.
Y es más curioso que en un país en el que la inseguridad jurídica desvela por una parte a los poderosos inversores, y también a los ciudadanos comunes, no sea la falta de leyes precisamente sino su superabundancia lo que genera lo que se ha generado. Como si el acto de legislar fuera independiente de la aplicabilidad de la norma, alegremente se nos prometen efectos milagrosos, como si los códigos fueran ensalmos capaces de liberarnos de todo mal. Sucedió así con la ley que garantizaría la reunión de fondos para el pago del incentivo docente. No habremos de interrogarnos ahora acerca de si los que no pagaron el derecho a portar la oblea no lo harán amparados en la emergencia económica, emergencia que ha permitido, justo es decirlo, la violación de otra ley que dice que no es lícito rebajar los sueldos. ¿Será acaso cierta la formulación procaz de la ley del gallinero, o al menos chabacana pero igualmente certera de la ley de la selva? ¿Serán estas dos últimas normas antijurídicas por antonomasia las que presidan la legalidad? Si esto fuera así, y todo parece indicar que lo es, ya no valdrán nóminas de jueces en servilletas: no harán falta. ¿Qué educación es posible en un mundo en el que el derecho es el derecho del más fuerte? ¿Cómo deliberaremos las estrategias para soportarlo? En la última línea de nuestras consideraciones acerca
de lo legal y de lo legítimo, una confesión: pensamos,
en algún momento, titular esta nota así: ¿Se acuerda
usted, querido lector, de la Ley Federal? |